viernes, 22 de noviembre de 2013

Qué decimos y qué no decimos a nuestros hijos


Recuerdo una charla en la que el ponente afirmaba que el sufrimiento está muy ligado al amor. Una misma ofensa causa un sufrimiento diferente en un desconocido, en un amigo, en una madre, en un padre o en un hijo. Una ofensa de una persona a la que amas causa más dolor que la  de un desconocido.  Con más o menos frecuencia podemos usar expresiones que, además de causar dolor, interfieren en el desarrollo de la persona, tocan su autoestima, su seguridad, su equilibrio presente y futuro  y su grado de felicidad.

Los efectos de una frase desafortunada, dicha por un padre o una madre a su hijo, varían en función de la edad de este. Hasta los seis años un niño carece de juicio crítico y se toma al pie de la letra lo que le decimos. Por eso, frases del estilo “eres un inútil”, “estoy harto/a de ti”, “eres tonto”,  “no te pareces en nada a tu hermano”, … repetidas con frecuencia, minarán su confianza y su seguridad,  afectarán a su desarrollo y disminuirán las posibilidades de que alcance la  mejor versión de si mismo.

Con esto no pongo en cuestión el deber de corregir de los padres, si no las formas. Nos puede servir la siguiente regla general: hay que cuestionar, criticar, corregir, el acto o comportamiento, pero no la persona que lo realiza. No es lo mismo decirle a un hijo “no has estudiado lo suficiente” que “eres un vago”, o  “eres insoportable” en vez de “deja de chinchar a tu hermano por que  debes respetarlo”. Se trata de cambiar el mensaje, sin disminuir la exigencia.

Respecto a lo que nuestro hijo hace bien hay otra buena regla: mejor elogiar el esfuerzo que las cualidades. Con el primero se avanza, con las segundas solo si se usan y esto ocurre cuando hay trabajo personal, voluntad de hacer las cosas bien, dedicación…ESFUERZO.

El desgaste que provoca la convivencia diaria en el hogar, el temperamento de los padres y de los hijos, un trabajo agotador,  la crisis y sus efectos colaterales, el desconocimiento de los efectos de una frase en una personalidad en formación y mil una circunstancia más pueden provocar que nos dirijamos a nuestros hijos de forma poco adecuada, tanto en la forma como en el fondo. Los padres tienen que hablar con los hijos para corregir, reprender y sancionar. También para elogiar, premiar y manifestar afecto y amor. En otras entradas de este blog me he detenido en la forma de comunicarse con los hijos. Ahora me centro en el fondo, en el contenido de los mensajes que dirigimos a nuestros hijos.

Empezamos por las cosas que no hay que decir a los hijos:
  • Ya hemos visto que hay que tener mucho cuidado con lo que se dice en la primera infancia. Vamos a ver algunos ejemplos más:
    • Estoy harto de ti, no te soporto, solo me das disgustos…: el niño interpreta que nos hemos cansado de él, que no queremos estar más con él…Esto afecta a su seguridad,  autoestima,  afectividad y confianza.
    • Eres…, seguido de un adjetivo negativo: según la psicóloga Mónica Serrano, transmitimos al niño que eso que le decimos (vago, tonto, inútil, gamberro) es permanente, no modificable. Si sustituimos el “eres” por “estar o hacer”, le estamos diciendo que la conducta es modificable. Ejemplo: el niño le pega a su hermano pequeño; no debemos decirle “eres malo”  sino algo del estilo de “lo que has hecho no está bien”
    • Las amenazas del tipo “te vas a enterar”, “te voy a castigar”, “ a ver que le parece a tu padre cuando venga”…lleva a respetar normas en base al miedo, no porque vean la necesidad o la conveniencia  de hacer eso de otra manera. Cuando crecen desaparece el miedo y no respetan la norma.  Por otra parte, si habitualmente no cumplimos las amenazas dejan de tener efecto o pierden gran parte de su poder disuasorio.
    • Prometer cosas que no se cumplen o mentir: causa inseguridad en los niños y sentimiento de indefensión.
    • “Puedes hacerlo mejor…” : esto es contraproducente si realmente está poniendo un esfuerzo apreciable, o si perseguimos un cambio brusco de conducta, cuando en realidad se produce de forma gradual, con metas intermedias.

  • “A ver si aprendes de…”: a los hijos se les quiere tal y como son,  no como nos gustaría que fueran. El amor a los hijos es incondicional y desinteresado. Esto no es incompatible con corregir o exigir cambios en el comportamiento, pero cuidando lo que les decimos, evitando las etiquetas y las humillaciones innecesarias e incompatibles con su mejora.
  • Dirigirnos a un adolescente en los términos vistos en los puntos anteriores puede derivar en un combate verbal y, en casos extremos, en violencia física. En cualquier caso, es aconsejable cortar la comunicación cuando vemos que la conversación pasa de  estar fría a estar tibia.
  • Esto se lo digo a tu padre cuando venga:  estoy dando por sentado que el niño me ha vencido, pierdo autoridad y atribuyo un rol negativo al padre delegando en él las correcciones y castigos.
  • Hablar mal del trabajo, de los compañeros, .... porque terminará pensando que no compensa estudiar para lo que viene después. Estos desahogos mejor con el cónyuge y en privado.

Las cosas que sí hay que decirle a los hijos se deducen de lo visto con anterioridad, pero vamos a hacer algunas reflexiones concretas:

  • Te quiero, estamos contentos de que seas nuestro hijo…:  no hay que darlo por sobreentendido, hay que decirlo expresamente. De forma tácita se lo decimos cuando jugamos y nos reímos con ellos, también cuando los abrazamos o los miramos con cariño y siempre que les dedicamos tiempo.
  • De la misma forma que corregimos su comportamiento, hay que elogiar su esfuerzo por mejorar, sus logros, sus avances, la tarea bien hecha. Sobre todo en los aspectos concretos que queremos que se conviertan en un hábito. Debe de haber un equilibrio entre las correcciones y los comentarios positivos realistas, para ser objetivos, para no dañar innecesariamente su autoestima con nuestra subjetividad.
  • Con una felicitación por su santo y su cumpleaños, con un detalle un día de fiesta o el domingo (pasteles, cine...), mandamos un mensaje de confianza, le aportamos seguridad e influyes en el clima  familiar, que forma parte de su entorno. También le dices, de forma tácita, que lo quieres,  que forma parte de la familia y  que estás contento de que así sea.
  • Acompañar, en la medida de lo posible, sus primeros aprendizajes en la escuela; estar disponibles cuando sabemos que algo le cuesta de forma especial. Le enseñamos a hacer, pero no le hacemos las cosas. Le damos el lápiz y le enseñamos las letras, pero no escribimos por ellos. Todo con paciencia y en un tono positivo. Las metas pueden y deben ser exigentes, pero asequibles, alcanzables,  acompañadas de comentarios basados en la realidad que motiven como “puedes hacerlo”, “lo estas consiguiendo”,  “poco a poco vas aprendiendo”, “ ves,  ya sabes hacerlo, sigue así”, “me alegra ver como te esfuerzas”, etc.

Vivir cada uno de los consejos que acabo de enunciar es complicado, exige un compromiso concreto, personal y temporal de mejora en los padres, si no los están viviendo. Se trata de ver en que flaqueamos cada uno, elegir uno o, a lo sumo, dos puntos concretos de mejora, ver un tiempo realista para alcanzarlos, hacernos una lista de motivos por los que merece la pena conseguirlos, ponerse a repetir actos hasta cambiar el comportamiento a modificar y poner los puntos de mejora, los motivos y el tiempo que nos damos en un lugar visible.  Es importante un ingrediente “saber reírse de uno mismo y desdramatizar”, caer y levantarse.

Para vivir todo esto hace falta “AMOR”, por eso termino con una frase de Erick Fromm: "Para la mayoría de la gente, el problema del amor consiste fundamentalmente en ser amado, y no en amar, no en la propia capacidad de amar"

José Antonio de la Hoz
Fuentes:
·         Elaboración propia
·         Artículos de Mónica Serrano y Sonia Cervantes en ABC familia



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